Bajaba al andén y me la encontré
llevaba prisa, ella también
hora punta en el Metro
Encontrar a la persona añorada de la canción de José María Granados en un andén de Metro era un raro acontecimiento en Madrid (y una imposibilidad para mí, debido a mi proverbial despiste), pero era el pan cotidiano en Guadalajara para cualquiera que viajase hace más de 20 años en el tren de Cercanías o en los autobuses de la Continental en su peregrinar diario a la capital.
Si el destino final lo hacía viable, el bus era mi opción predilecta por las mañanas, ya que te ahorrabas los diez horrísonos pitidos que anunciaban el cierre de las puertas en todas y cada una de las 13 estaciones (ahora 15) donde hacía escala el tren antes de llegar a Atocha. Además te evitaba el riesgo cierto de amanecer en Cercedilla. Aunque la aparición de los trenes CIVIS supuso un alivio, al llegar en menos de 40 minutos a Chamartín, el calor y la comodidad del bus nos hacía no solo no añorar la ausencia de atascos, sino más bien desearlos y así aprovechar esos diez minutos adicionales de dulce sueño que sabían a gloria cuando el cruel despertador había sonado por vez primera antes de las 6 de la mañana.
Tras llegar con la lengua fuera al andén 1 de la estación de autobuses, todos poníamos en práctica nuestro particular ritual de sueño matutino. Cualquier otra actividad que supusiese el menor ruido iba a ser objeto de una reprobación unánime del resto de pasajeros. En pudiendo elegir, me acomodaba en mi asiento preferido, que estaba en la ventana de la derecha de la tercera fila detrás de la salida trasera. Mi espalda formaba un obtusángulo de 107,14 grados con el asiento; mi bufanda se convertía en almohada apoyada en la fría ventana y el abrigo servía como cálida manta; mis ronquidos sonaban a 43 decibelios a partir del minuto 23 de viaje, interrumpidos en el 32 por un ligero codazo en las costillas como obsequio de mi vecino de la izquierda; y una babilla de 9 milímetros cúbicos se deslizaba por la comisura derecha de la boca y era limpiada en el momento en el que enfilábamos la bajada hacia el intercambiador de Avenida de América. Imagino que, con unos TOCs más o menos acentuados, mi rutina era similar a la de mis compañeros de trayecto y sueño matutino… pero nunca tuve la energía suficiente para corroborarlo.
La situación cambiaba en el viaje de retorno. Al igual que sucedía en los viajes interprovinciales de autocares o trenes regionales, el sueño matutino dejaba paso a un tiempo libre vespertino que no podía ser desperdiciado. Ante la ausencia de algún conocido con quien conversar, la valiosa hora del regreso era aprovechada para revisar pendientes de trabajo o apuntes de la universidad, escuchar música en el discman o leer aquellos libros para los que no disponía de otro momento. Se creaba un universo particular en el que nadie podía molestarme. Con una excepción.
Recuerdo el día en que mi abuela se lamentó amargamente ante sus nietos de lo aburrido que había sido para ella un viaje desde Palencia a Madrid al ser ignorada por un grosero jovenzuelo que no prestó la mínima atención a sus intentos de entablar una agradable conversación. A partir de aquel momento, siempre tuve tiempo para alabar las inacabables fotos mostradas por orgullosas abuelas de sus adorables nietos, así como escuchar con interés los planes elaborados para ir a visitar a su familia o la alegría que había significado para ellas el disfrute de sus recién acabadas vacaciones. Era mi modo particular de hablar indirectamente con mi abuelita. Y no jugábamos al tute porque en aquellos tiempos no me acompañaba mi ahora inseparable baraja española… lo que me salvó de haber sido desplumado sin piedad. Es lo que sucede cuanto le dejan a uno ganar siempre de pequeño.
Un día, sin embargo, me encontré sin tareas pendientes ni agradables ancianos cerca y con el libro olvidado por la mañana en la repisa de mi mesita de noche. Sin nada que hacer, no hice otra cosa más que contemplar lo que tenía a mi alrededor. Y me encontré en mi vagón de tren con que la mayoría estaba mirando al frente, disfrutando del placer de no hacer nada. Todos en silencio, salvo por un par de amigos que conversaban animadamente a unos 10 metros de donde yo me encontraba. Acostumbrado a estar siempre ocupado, pensé en entablar conversación con alguna de las personas que se ubicaban en los asientos vecinos. Pero deseché mi idea. Aunque existía un 98% de opciones de establecer contacto con una persona ciertamente agradable, con la que seguramente nos unirían gran cantidad de elementos vitales en común (misma ciudad, mismos madrugones, destinos similares, ¿qué fila ocuparía por las mañanas?…), ser considerado un pesado friki estaba en el mismo rango de probabilidades. Las respuestas más frecuentes a mi intento de hablar con el vecino seguramente habrían sido a) “perdona, pero tengo novio”, b) “lo siento, pero mi cupo de amigos está lleno” o c) “¿no ves que estoy ocupado haciendo nada?”. Preferí no comprobar mi teoría, ya que tenía el 99,5% de papeletas para convertirme en “el pesado del tren” de la Alcarria… y uno siempre ha tenido un honor que mantener.
No obstante, compartí mi hipótesis con una buena amiga de Guadalajara, con quien compartía exilio semanal en Getafe. Fui felicitado por la sabia decisión de abstenerme de saludar a los compañeros de vagón, así como por mi renuncia a encontrar a ese 2% (y exagerando) que respondería amablemente a mi cordial aproximación. Pero, como el destino es caprichoso, la escena que yo había predicho ella la experimentó en primera persona el viernes siguiente. Afrontó el acercamiento de un desconocido en el tren con la apertura de miras que le proporcionaba ser protagonista en primera persona de un interesante experimento social, así como la opción de refutar la teoría por mí planteada. Lamentablemente, mis dos premisas se vieron cumplidas. El interfecto se dirigió a una persona que está en los percentiles más elevados del 98% de personas agradables… pero su interlocutor acabó resultando bastante pesado a ojos de mi amiga.
Aunque un torero no esté inspirado en sus capotazos, siempre hay que reconocerle su valor. El protagonista de nuestro experimento social tenía intenciones profundas que iban más allá de entablar una agradable conversación con una desconocida en un viaje de Cercanías. Sin duda, las circunstancias no acompañaron a su propósito. Tener por banda sonora “Dandindondín: Próxima estación, Coslada. Correspondencia con líneas C1, C2, C4 y C7 de Cercanías y Línea 7 de Metro” no es ciertamente excitante, lo que se sumaba a la ausencia de algún chupito de bourbon, ya que el uso y disfrute del espiritoso líquido implicaría su inmediata expulsión del tren a manos y pies de unos amables seguratas siguiendo las indicaciones del VAR (revisor).
Nuestro torero estaba sobrado de coraje, pero lamentablemente andaba escaso de lecturas. Si hubiese leído el capítulo X de “El arte de la guerra”, habría agradecido a Sun Tsu la enseñanza que supone la correcta elección del terreno como elemento clave para llevar a cabo un ataque exitoso. Quizá recibir por primera respuesta una opción d) ocasionó un trágico malentendido que le proporcionó alas para considerarse protagonista de una conquista, sin saber que en realidad estaba condenado a desempeñar el papel secundario de mero conejillo de indias. Como los aficionados del Atleti bien saben, hubiese preferido recibir por respuesta la opción a) al realizar su primera aproximación. En muchas ocasiones es preferible perder un partido 5 a 0, que sufrir un “contigo no, bicho” en el minuto noventa y ramos.
Veinte años después, con la transformación digital que vivimos, pensar en un encuentro de esta naturaleza ha pasado de ser una rara posibilidad a una imposibilidad cierta. La llegada de la 4G hace que tengamos en nuestro pequeño esclavizador un inagotable catálogo de opciones con las que disfrutar cualquier viaje, ya sea enganchados al WhatsApp, Facebook, Twitter, escuchando Spotify, viendo una película descargada de Netflix o buscando pareja a través de las apps. Cuando llegue el 5G, ya nos entretendremos interactuando con hologramas. Mi abuelita ya hace tiempo que no nos acompaña, pero pienso en cuánto sufriría en los largos y silentes trayectos en autocar a los que estaría condenada sin poder presumir de mí (con los innumerables motivos que le he dado). Su única opción para hablar con alguien en el bus sería romper la brecha digital, descargarle Tinder, tunear un poco su foto y confiar en que hiciese match con algún abuelito que adoptase una similar estrategia y, como cantaban Los Panchos: quizás, quizás, quizás…
…
Me he acordado de estas reglas sociales no escritas, y en cómo nos adaptamos dócilmente a ellas, con motivo de la última campaña electoral que hemos vivido. Asumimos tristemente que no existe la necesidad de mantener el día posterior a la votación las promesas realizadas durante la semana anterior a la misma. En ello, el maquiavélico Príncipe Sánchez y sus modificados es un maestro (el puto amo que diría Guardiola), mientras se merienda a un pichón como Casado, de quien estoy convencido que se ha leído El arte de la guerra (como todos los de su generación)… pero me temo que no lo ha comprendido. Nunca fue un alumno brillante.
Por desgracia, en campaña electoral se asume que es posible aplicar unas reglas no escritas que están llevando al descrédito de nuestra democracia. Con lo que nos costó consolidarla. Se puede denigrar al adversario y apedrearlo si lo consideramos un fascista, con el pedigrí añadido de convertirte en un tenaz muyahidín antifa; o se puede declarar que España no es una democracia plena desde la vicepresidencia del gobierno; o decir que nunca vas a pactar con quien en realidad quieres pactar; o prometer una Arcadia feliz que se derrumbó hace más de tres años en una cruenta batalla de pobres contra pobres; u obviar la realidad y los problemas económicos y sociales que tenemos que afrontar. Lo importante es recalcar lo que son y no lo que tienen que hacer para ponerse al servicio de una sociedad deprimida por la devastación económica que nos va a legar la pandemia.
Yo, en cambio, siempre seguiré admirando a aquellos toreros que tienen el valor del que yo carecí para romper moldes… aunque se lleven una cornada. Como Alejandro Fernández. El tiempo ha demostrado que, además de tener que votar en pleno estado de alerta, no estamos en buenos tiempos para la lírica. No eran tiempos de abracitos o emojis felices. ¿Para qué salir de un agujero con lo divertido que es seguir cavando? Hora punta en el Metro.